viernes, 12 de octubre de 2007

El día que vi a Pavarotti


Me gusta la ópera. Tengo una especial admiración por los cantantes, a quienes considero uno de los grandes prodigios de la naturaleza y de la sensibilidad y disciplina humanas.
Comparto la opinión de quienes afirman que Luciano Pavarotti, ha sido uno de los más grandes tenores y, para mí, el poseedor del más hermoso timbre de voz. Lamenté su reciente fallecimiento.
Tengo la fortuna de haberlo visto y oído cantar en vivo. Lo curioso del caso es que, además, no pagué por ello. No, no soy crítico de música, ni periodista, ni influyente. En ese entonces ejercía como Diseñador Gráfico.

Las cosas fueron así:
Corría el mes de noviembre de 1990.
Tenía unos clientes quienes trabajaban en el backstage para algunos espectáculos. Se comunicaron conmigo para ver si podía ayudarles con la señalización de los camerinos para el concierto de Luciano Pavarotti en el Palacio de los Deportes, esa curiosa concha metálica que hace de receptáculo de los mas variopintos eventos en esta sorprendente Ciudad de México- Tenochtitlan . Acepté de inmediato.

Llegado el día de la entrega del trabajo, acudí a colocar los letreros. Conforme me introducía a la zona de camerinos, se escuchaba cada vez con mayor intensidad la orquesta y la inconfundible voz del tenor. Estaban realizando el último ensayo para la función de esa noche. De modo que dispuse los señalamientos teniendo como música de fondo los acordes orquestales y las vocalizaciones del cantante. Un lujo.

Terminado el trabajo, busqué a mis contratantes para que vieran cómo había quedado. Revisaron lo hecho y se dijeron conformes. Uno de ellos me dijo:
- ¿Quieres ver cómo quedó el escenario?
- Si, seguro.
- Pues vamos, Pavarotti ya terminó el ensayo.

Nos dirigimos hacia el lugar.
Al ir caminando por el pasillo, vimos un carrito eléctrico (de los que se usan en los campos de golf), tripulado por el mismísimo Luciano.
El tenor traía la boca tapada con uno de sus infaltables pañuelos blancos ya a unos cuantos metros de donde nos hallábamos, un grupo de trabajadores salió al pasillo distraídamente frente a él, sin advertir la proximidad del vehículo. Pavarotti oprimió el claxon, pero éste no funcionaba, de modo que, muy sonriente, comenzó a imitar en sonido de la bocina: ¡bip, bip!, ¡bip, bip! Los trabajadores se apartaron y todos reímos.

Pude verlo a escaso metro y medio de distancia.

El carrito le servía para transportarse del escenario al camerino y viceversa, con la finalidad de evitarle fatigas. Era un hombre alto y de una corpulencia monumental. Su caja torácica era de las dimensiones de un ropero. En serio.

- Es muy buena onda, -me dijo uno de mis clientes-. Había pedido agua mineral francesa en el camerino, pero ante las dificultades para encontrarla y garantizar que hubiera suficiente, le ofrecimos Tehuacan. La probó, dijo ¡buena! Y tan contento. Nada de poses. Eso sí, anoche cenó una montaña de comida. ¡Qué manera de comer!.

Vimos el escenario, que como curiosidad disponía de un pequeño baño, para evitarle al maestro el largo viaje hasta el camerino en caso de una urgencia.

Ya de regreso, me preguntaron:
- Oye, a ti te gusta mucho la onda esta de la ópera, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Te quieres quedar al concierto?
- ¡Hombre, si se puede, yo encantado!
- Bueno, déjame ver. Te veo ahorita junto a los camerinos.

Les esperé unos minutos y al volver me dijeron:
- Pues si se puede, pero va a ser un poco incómodo.
- Me aguanto.
- Podemos conseguirte un pase “All access”, pero hay que esperar unas horas y ya no puedes salir de aquí, desde ahora.
- No importa.
- Bueno, pues tampoco te pueden ver rondando por los pasillo, porque los de seguridad te pueden ver y te sacan.
- ¿Y entonces?
- Pues tendrías que quedarte en el baño y te buscamos cuando tengamos el pase.
- Ok.

Las siguientes tres horas me las pasé metido en un baño.

Al final, como lo habían dicho, fueron en mi rescate con el anhelado pase, de modo que optimista y emocionado me dirigí a ver y escuchar el concierto, lo que pude hacer prácticamente al lado del escenario. Fue maravilloso para mí y estoy cierto de que para las más de 10,000 personas que esa noche colmaron el recinto.

Terminado el recital, agradecí efusivamente a mis benefactores el invaluable obsequio.
Salí del local y me dirigí a mi automóvil.

En el camino a casa, recordé las veces en que mi abuelo materno nos había contado cómo, allá por 1919, escuchó al gran Enrico Caruso, en el Toreo de La Condesa, cuando vino a México. Me sentí conectado con mi ancestro. Y mientras aún resonaban en mi mente las arias de esa noche, comencé a albergar la esperanza de tener la fortuna de poder contar algún día a mis nietos del día en que su abuelo pudo escuchar al gran Luciano Pavarotti, en el Palacio de los Deportes, cuando vino a México.

2 comentarios:

Juan de Lobos dijo...

De tres cosas estoy seguro K:
1a. Aquellos quienes tuvieron el acierto de contratarte, te dieron un regalo que ahora se ha convertido en leyenda.
2a. Desde la perspectiva de esperar en un baño a cambio de hacer historia, fue un precio realmente bajo.
3a. esta historia la hubiera disfrutado más delante de una Victoria en el Afán.

Saludos.

Anónimo dijo...

Debe haber sido un momento maravilloso para usted y compartir ese recuerdo es fántastico para quienes no tuvimos la oportunidad de conocer en persona a Pavarotti.
La cerveza puede ser un buen instrumento para volver a recordarlo cuando nos veamos.
Cambiando de tema, ojalá que pueda incluir en este espacio su crítica sobre cine y en ella las recomendaciones del mes.
Un saludo
Ross