miércoles, 23 de enero de 2008

Gándara

Gándara era un caso especial. Pulcramente vestido e irreprochablemente peinada la cana cabellera, esperaba paciente, en cualquier calle, hasta ver un rostro amigable.

No supe su historia, ni su nombre, pero quiero imaginarme un poco de ambos. Gándara seguramente no se llamaba así, pero eso no importa. Yo le vi varias veces, caminando con calma por las calles del centro de esta Ciudad de México. Su estampa transmitía cierta indefinible dignidad, y a pesar de que comenzaba a encorvarse, su figura era agradable.

Tendría unos sesenta y cinco años, difícil saber si con unos cuantos de más o con un par de menos. Sus manos, limpias, sin callos ni marcas, permitían suponer una vida mas bien acomodada.

Tal vez el suyo fuera el caso del anciano de quien nadie quiere hacerse cargo cabal, pero que merced de su posición es imposible tirar a un lado. Como fuera, Gándara caminaba sin prisas, estudiando los rostros de quienes se cruzaban por su camino, calibrando fisonomías, sopesando caracteres, evaluando humores y perpetrando el próximo asalto. No, Gándara no era un ladrón, sino un consumado sablista, un artista para pedir dinero de modo que su dignidad quedase intacta y de forma que el incauto pensase que estaba haciendo una buena obra (y en realidad la hacía, pero no del modo que imaginaba). Era escrupuloso y procuraba que con una, o cuando mucho un par de víctimas propicias, pudiera dar por concluida la faena. No buscaba el gran dinero, sino sólo el necesario para pasar el día de forma digna: comer algo a medio día y luego poder tomarse un café, pausado, por la tarde, mientras hojeaba el periódico.

Su técnica era simple y la ejecutaba con la soltura y el aplomo que dan los años de práctica. Se desplazaba con la seguridad de quien no se ve a sí mismo con conmiseración o lástima, sino con seriedad e inclusive con cierta gallardía. Después de todo, dijérase lo que se dijera, él no necesitaba de nadie para ganarse la vida.

Gándara te veía a los ojos, te sonreía y con mucha cortesía te preguntaba algo así como: Perdón, ¿qué su padre (o su tío, o su abuelo), no trabajó en el gobierno? Si la respuesta era afirmativa, continuaba indagando la dependencia en que esto había ocurrido, luego preguntaba el apellido del susodicho, diciendo algo así como: aunque recuerdo su cara, no me puedo acordar de su nombre;¿qué no era Sánchez, o López? ¿no? ah, pero ¡claro!, si era uno poco común, como extranjero, ¡por supuesto! Irigoyen, Medina, cómo se me escapó, ¡qué barbaridad!, los años, no perdonan la memoria pero dime: ¿cómo está?

Y así continuaba el acto, hasta que ya con los datos suficientes y convenientemente obtenidos, le refería a la víctima su precaria condición actual que, por supuesto, es nada más que pasajera, pues justo hoy (o ayer, o mañana) tomó (o tomará) posesión de un nuevo cargo que providencialmente le confirió el licenciado mengano, de quien tu papá (tu tío, o tu abuelo) seguramente se acordará cuando se lo menciones.
Pues qué gusto, qué barbaridad, ¡caray!, hombre, mira que encontrarse luego de tantos años y en esta ciudad tan grande, nada menos que al hijo (o sobrino, o nieto) del ingeniero (o doctor, o licenciado) de quien tengo tan buen recuerdo.
Oye, y tú ¿donde trabajas?, ¡cómo! Pero mira qué pequeño es el mundo, ¡pero si está a unas cuantas cuadras de mi nueva oficina!. Pues qué gusto muchacho, y no sé cómo decirte... no acostumbro a pedir favores, me entiendes, tú eres gente bien como yo y sabes de lo que hablo, pero mira que pensando precisamente en que eres una persona de clase, pues pensé que podría confiar en ti. Me muero de la vergüenza al decírtelo, pero no traigo ni un peso en la bolsa y quería pedirte que si fueras tan amable de prestarme unos 50 o 100 pesos, para comer algo hoy. Mi cuenta de banco la cancelé, para ajustarla a la del nuevo empleo y hasta la semana entrante me comienzan a depositar, y yo fui tan torpe de confiar en que mi (hermano, sobrino, hijo) me podría prestar dinero, pero no me avisó que estaría fuera unos días y como no me llevo bien con su esposa, pues no puedo pedirle nada. Por supuesto, te dejo mi tarjeta y en unos tres o cuatro días puedes pasar a que te pague o si lo prefieres, con los datos de tu oficina, pues yo mismo te llevo el dinero o te lo mando con un mensajero. ¿Qué me dices? Hoy por mí y mañana por ti. Entre gente decente, más nos vale echarnos la mano. Mira que si no fueras el hijo (o sobrino, o nieto) no me atrevería a pedírtelo, pero el magnífico recuerdo que tengo de él, me da la confianza para hablarte tan francamente.

Cuando me tocó vivir en carne propia el numerito, no tuve defensa. Fui un pato sentado. Un blanco fijo en la mira de la escopeta de ese experimentado cazador. Le di 100 pesos.

Aunque tenía la certeza de que acababa de ser sableado, una parte de mí quería creer la increíble historia que Gándara acababa de contarme y sentía legítimas ganas de que mi padre (o tío, o abuelo) hubiera conocido al personaje y así tener la oportunidad de decirle que tuve la oportunidad de ayudar a su antiguo camarada. Que yo, su hijo (o sobrino, o nieto) era un digno heredero de la bonhomía que Gándara había apreciado en nuestra familia y que sin pensarlo dos veces había cumplido con este deber entre caballeros. Quería sentirme un poco más bueno. Pero sabía que no era cierto y me callé la historia.

Semanas después, caminaba por las calles de Madero.
Frente a la añeja Casa de los Azulejos; a las puertas del templo de San Felipe de Jesús, un caballero se dirigió a mí, preguntando: Perdone, ¿qué su padre no trabajó en el gobierno?
Gándara había olvidado mi rostro.
Sonreí, perdí otros cincuenta pesos y creo que hasta me sentí un poco más bueno.

jueves, 3 de enero de 2008

Comienza el 2008.

Como cada doce meses, el inicio del año es pretexto popular y a modo para prometer ejercitarse, dejar de fumar, comer sanamente, perder unos kilitos, leer ese libro siempre pospuesto, iniciar aquel curso, terminar la tesis, inscribirse a tal escuela, aprender a bailar, o a cocinar, a tocar la guitarra, la trompeta, el violín o las maracas.

Para intentar ser mejores padres, o madres, hermanos, amigos o hijos (aunque sea de la tiznada). Para proponerse trabajar con mayor ahínco, llegar a tiempo, decir la verdad, cuidar la salud, seguir las indicaciones del médico, no gritar en la calle, no mentarle la madre al pentonto que se nos atraviesa en el coche, dejar buenas propinas, ser paciente con la pinche gorda que estorba en la puerta del metro, caminar dos cuadras en lugar de ir en automóvil, comprender al ojete del chofer que no detiene la pecera para que las señoras y los niños bajen con seguridad, decir “buenos días” y “gracias”, no pensar en que fulmine un rayo al policía que extorsiona mientras se hace el disimulado con los que violan la ley en sus narices; para ceder el paso y el asiento; para procurar entender a jueces que dicen estupideces para justificar su falta de integridad cuando defienden lo indefendible; también, para no sacarse los mocos, para seguir creyendo en los santos varones: en los que juran y perjuran de complots y en los que amagan con agitar las conciencias para defender su falta de prudencia; para hacer la cena y lavar los platos...

Resumiendo pues, para hacer pequeñas mejoras e intentar no perder la paciencia por cualquier nimia tarugada, para alcanzar el nirvana citadino y realizar con humildad franciscana y disciplina espartana todas esas cosas que lo que hacemos todos los días provoca que no hagamos.

Y, yo no sé, pero cuando veo esos listados, me parece que para muchos la fórmula para mejorar sustancialmente sus vidas se reduce a dejar de vivir como no quieren y en cesar de querer lo que no viven.
Diría mi padre: ‘tá fácil...