Desde hace doce años esta fecha me recuerda lo mucho que tengo que agradecer.
Es el aniversario de la llegada al mundo de mi hijo.
Haberlo visto nacer sigue siendo el mejor y más intenso momento de mi vida.
Hoy es un estupendo ¿niño? ¿preadolescente? ¿mozalbete? qué sé yo...
Lo que tengo cierto es que cada vez le aprecio y quiero más y mejor.
Un abrazo grande y fuerte, hoy y siempre.
martes, 30 de octubre de 2007
jueves, 25 de octubre de 2007
Luna de octubre
Dejo esta fotografía de la luna del día de hoy. Como dato curioso: ha sido la más grande y luminosa de todo el año, pues en esta fecha la cercanía de nuestro satélite con respecto a la Tierra es la mínima posible.
Se apreció un 14% más grande y un 30% más brillante que el resto de las lunas llenas de este 2007.
Seguramente el gran Chava Flores hubiera estado encantado de verla, en compañía de su gato viudo.
Postal
miércoles, 24 de octubre de 2007
De muelas
¡Joder!
Domingo: comienza una molestia en la muela, algo parecido a cuando se mete un inoportuno pedazo de alimento entre los dientes. Limpieza a fondo, hilo dental, water pick y enjuague.
Lunes: mejora el asunto, pero por la noche nuevas molestias, nueva limpieza, buches de agua caliente con sal y la inflamación cedió un poco "habrá que ir al dentista" pensé.
Martes: encía inflamada y punzadas tolerables, día ajetreado, noche otra vez con inflamación, más agüita caliente y mejoría.
Miércoles: corro al dentista. Me planto en su consultorio a esperar turno.
Diagnóstico: una muela que desde hace una veintena de años había sufrido una endodoncia terminó por ceder internamente. Está fracturada y hay que sacarla. La buena nueva es que no hay infección y se puede hacer de inmediato.
Tratamiento: Doble anestesia (un cartucho), a pesar de que soy muy sensible a ella, con medio cartucho basta para para hacerme casi cualquier tratamiento. Tengo la cara dormida, intento enjuagarme la boca a petición del dentista (Boris), pero el agua se me escapa y escurre por cara y cuello cuando intento hacer un buche. Parezco recién salido de terapia de electrochoques. Mientras Boris procede a la extracción, platica. Intento contestar, mis respuesta imita una grabación reproducida a la velocidad incorrecta.
Termina el asunto. Dosis de analgésico y antiinflamatorio a mañana y noche.
De regreso a casa pienso que cómo es posible que le pague a alguien por tenermeme con la boca abierta y sin poder hablar. Intento sonreir, pero mi mueca parece un gesto de "Largo", el mayordomo de la familia Adams. Procuro pensar en cosas serias y profundas, para aprovechar mi inexpresiva cara. ¿Serio y profundo? Ya sé: un libro de Nietzche en el fondo del mar. Otra cara de idiota.
Llego a casa y me como un caldito de pollo, remedio universal para cualquier mal. Me duermo un rato.
Me levanto a escribir; mientras lo hago, noto que se me acaba de escurrir la baba. La próxima vez, aprovecho la dosis anestésica para que me hagan un estiramiento facial, un peeling y una rinoplastia. Voy a acostarme nuevamente, por lo visto se me están durmiendo hasta las neuronas.
Domingo: comienza una molestia en la muela, algo parecido a cuando se mete un inoportuno pedazo de alimento entre los dientes. Limpieza a fondo, hilo dental, water pick y enjuague.
Lunes: mejora el asunto, pero por la noche nuevas molestias, nueva limpieza, buches de agua caliente con sal y la inflamación cedió un poco "habrá que ir al dentista" pensé.
Martes: encía inflamada y punzadas tolerables, día ajetreado, noche otra vez con inflamación, más agüita caliente y mejoría.
Miércoles: corro al dentista. Me planto en su consultorio a esperar turno.
Diagnóstico: una muela que desde hace una veintena de años había sufrido una endodoncia terminó por ceder internamente. Está fracturada y hay que sacarla. La buena nueva es que no hay infección y se puede hacer de inmediato.
Tratamiento: Doble anestesia (un cartucho), a pesar de que soy muy sensible a ella, con medio cartucho basta para para hacerme casi cualquier tratamiento. Tengo la cara dormida, intento enjuagarme la boca a petición del dentista (Boris), pero el agua se me escapa y escurre por cara y cuello cuando intento hacer un buche. Parezco recién salido de terapia de electrochoques. Mientras Boris procede a la extracción, platica. Intento contestar, mis respuesta imita una grabación reproducida a la velocidad incorrecta.
Termina el asunto. Dosis de analgésico y antiinflamatorio a mañana y noche.
De regreso a casa pienso que cómo es posible que le pague a alguien por tenermeme con la boca abierta y sin poder hablar. Intento sonreir, pero mi mueca parece un gesto de "Largo", el mayordomo de la familia Adams. Procuro pensar en cosas serias y profundas, para aprovechar mi inexpresiva cara. ¿Serio y profundo? Ya sé: un libro de Nietzche en el fondo del mar. Otra cara de idiota.
Llego a casa y me como un caldito de pollo, remedio universal para cualquier mal. Me duermo un rato.
Me levanto a escribir; mientras lo hago, noto que se me acaba de escurrir la baba. La próxima vez, aprovecho la dosis anestésica para que me hagan un estiramiento facial, un peeling y una rinoplastia. Voy a acostarme nuevamente, por lo visto se me están durmiendo hasta las neuronas.
martes, 23 de octubre de 2007
Una de Batman
Entré a la pequeña papelería a sacar unas fotocopias. Nada inusual. Sólo tener material suficiente para dar cuenta a potenciales clientes de los servicios que se ofrecen.
Terminado el trabajo, pagué.
Ya para salir del local, ví una pequeña figura en el anaquel: un torso de Batman.
Dudé un momento, pero me decidí rápidamente. La iba a comprar.
Pregunté el precio y no me pareció caro (tampoco barato, he de decirlo), pero era lo de menos. La pagué, la colocaron en una bolsa. Me dirigí a mi bicicleta, até el paquete al manubrio y me fui pedaleando animosamente.
Le tengo simpatía al hombre murciélago. De entre la legión de súper héroes, es mi favorito.
Me gusta que, de entre todos los personajes, es el único que no adquirió sus poderes por accidente. No lo mordió un bicho radiactivo, ni se estrelló en nuestro planeta, ni sufrió las consecuencias de una mega explosión de rayos gamma, ni le inyectaron una sustancia rara, ni fue sumergido por accidente en un caldo de pollo intergaláctico, ni come espinacas.
El pequeño Bruno Díaz venció su miedo, el espanto de sus recuerdos y sus fobias. Para mí eso sería bastante, pero además la estupenda serie de televisión mostró un héroe capaz de hacer una sátira de sí mismo (a poco no era genial ver un Batman panzoncito), de mofarse de sus propias hazañas con los puños (¡pow!, ¡zaz!) y de utilizar un ayudante decididamente desfasado del mundo (¡santos problemas!), amén de tener un mayordomo que, de tan estereotipado, no pudo ser ridículo.
Lo curioso es que es el mismo personaje más bien oscuro, de entornos abigarrados y estética cuidada de la película (la primera, con el genial Jack Nicholson como “El guasón”) .
Me gusta su baticinturón, con todo género de sorpresas (¿de dónde saca esos maravillosos juguetes?, se pregunta envidioso El guasón), frutos del ingenio, así como su batimóvil, ese bólido en cuatro ruedas que es el sueño de cualquier aficionado a “enchular” su máquina. Me agrada que se valga de la inteligencia aplicada en técnica para defenderse.
Pensaba yo estas cosas mientras rodaba por las calles.
Llegado a mi destino, saqué la figura de la bolsa y la coloqué en una pequeña repisa. La observé un rato y sonreí. Con Batman nos damos cuenta que el miedo no anda en burro, sino que vuela en forma de murciélago, acechando el asomo de nuestras debilidades.
Terminado el trabajo, pagué.
Ya para salir del local, ví una pequeña figura en el anaquel: un torso de Batman.
Dudé un momento, pero me decidí rápidamente. La iba a comprar.
Pregunté el precio y no me pareció caro (tampoco barato, he de decirlo), pero era lo de menos. La pagué, la colocaron en una bolsa. Me dirigí a mi bicicleta, até el paquete al manubrio y me fui pedaleando animosamente.
Le tengo simpatía al hombre murciélago. De entre la legión de súper héroes, es mi favorito.
Me gusta que, de entre todos los personajes, es el único que no adquirió sus poderes por accidente. No lo mordió un bicho radiactivo, ni se estrelló en nuestro planeta, ni sufrió las consecuencias de una mega explosión de rayos gamma, ni le inyectaron una sustancia rara, ni fue sumergido por accidente en un caldo de pollo intergaláctico, ni come espinacas.
El pequeño Bruno Díaz venció su miedo, el espanto de sus recuerdos y sus fobias. Para mí eso sería bastante, pero además la estupenda serie de televisión mostró un héroe capaz de hacer una sátira de sí mismo (a poco no era genial ver un Batman panzoncito), de mofarse de sus propias hazañas con los puños (¡pow!, ¡zaz!) y de utilizar un ayudante decididamente desfasado del mundo (¡santos problemas!), amén de tener un mayordomo que, de tan estereotipado, no pudo ser ridículo.
Lo curioso es que es el mismo personaje más bien oscuro, de entornos abigarrados y estética cuidada de la película (la primera, con el genial Jack Nicholson como “El guasón”) .
Me gusta su baticinturón, con todo género de sorpresas (¿de dónde saca esos maravillosos juguetes?, se pregunta envidioso El guasón), frutos del ingenio, así como su batimóvil, ese bólido en cuatro ruedas que es el sueño de cualquier aficionado a “enchular” su máquina. Me agrada que se valga de la inteligencia aplicada en técnica para defenderse.
Pensaba yo estas cosas mientras rodaba por las calles.
Llegado a mi destino, saqué la figura de la bolsa y la coloqué en una pequeña repisa. La observé un rato y sonreí. Con Batman nos damos cuenta que el miedo no anda en burro, sino que vuela en forma de murciélago, acechando el asomo de nuestras debilidades.
viernes, 12 de octubre de 2007
El día que vi a Pavarotti
Me gusta la ópera. Tengo una especial admiración por los cantantes, a quienes considero uno de los grandes prodigios de la naturaleza y de la sensibilidad y disciplina humanas.
Comparto la opinión de quienes afirman que Luciano Pavarotti, ha sido uno de los más grandes tenores y, para mí, el poseedor del más hermoso timbre de voz. Lamenté su reciente fallecimiento.
Tengo la fortuna de haberlo visto y oído cantar en vivo. Lo curioso del caso es que, además, no pagué por ello. No, no soy crítico de música, ni periodista, ni influyente. En ese entonces ejercía como Diseñador Gráfico.
Las cosas fueron así:
Corría el mes de noviembre de 1990.
Tenía unos clientes quienes trabajaban en el backstage para algunos espectáculos. Se comunicaron conmigo para ver si podía ayudarles con la señalización de los camerinos para el concierto de Luciano Pavarotti en el Palacio de los Deportes, esa curiosa concha metálica que hace de receptáculo de los mas variopintos eventos en esta sorprendente Ciudad de México- Tenochtitlan . Acepté de inmediato.
Llegado el día de la entrega del trabajo, acudí a colocar los letreros. Conforme me introducía a la zona de camerinos, se escuchaba cada vez con mayor intensidad la orquesta y la inconfundible voz del tenor. Estaban realizando el último ensayo para la función de esa noche. De modo que dispuse los señalamientos teniendo como música de fondo los acordes orquestales y las vocalizaciones del cantante. Un lujo.
Terminado el trabajo, busqué a mis contratantes para que vieran cómo había quedado. Revisaron lo hecho y se dijeron conformes. Uno de ellos me dijo:
- ¿Quieres ver cómo quedó el escenario?
- Si, seguro.
- Pues vamos, Pavarotti ya terminó el ensayo.
Nos dirigimos hacia el lugar.
Al ir caminando por el pasillo, vimos un carrito eléctrico (de los que se usan en los campos de golf), tripulado por el mismísimo Luciano.
El tenor traía la boca tapada con uno de sus infaltables pañuelos blancos ya a unos cuantos metros de donde nos hallábamos, un grupo de trabajadores salió al pasillo distraídamente frente a él, sin advertir la proximidad del vehículo. Pavarotti oprimió el claxon, pero éste no funcionaba, de modo que, muy sonriente, comenzó a imitar en sonido de la bocina: ¡bip, bip!, ¡bip, bip! Los trabajadores se apartaron y todos reímos.
Pude verlo a escaso metro y medio de distancia.
El carrito le servía para transportarse del escenario al camerino y viceversa, con la finalidad de evitarle fatigas. Era un hombre alto y de una corpulencia monumental. Su caja torácica era de las dimensiones de un ropero. En serio.
- Es muy buena onda, -me dijo uno de mis clientes-. Había pedido agua mineral francesa en el camerino, pero ante las dificultades para encontrarla y garantizar que hubiera suficiente, le ofrecimos Tehuacan. La probó, dijo ¡buena! Y tan contento. Nada de poses. Eso sí, anoche cenó una montaña de comida. ¡Qué manera de comer!.
Vimos el escenario, que como curiosidad disponía de un pequeño baño, para evitarle al maestro el largo viaje hasta el camerino en caso de una urgencia.
Ya de regreso, me preguntaron:
- Oye, a ti te gusta mucho la onda esta de la ópera, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Te quieres quedar al concierto?
- ¡Hombre, si se puede, yo encantado!
- Bueno, déjame ver. Te veo ahorita junto a los camerinos.
Les esperé unos minutos y al volver me dijeron:
- Pues si se puede, pero va a ser un poco incómodo.
- Me aguanto.
- Podemos conseguirte un pase “All access”, pero hay que esperar unas horas y ya no puedes salir de aquí, desde ahora.
- No importa.
- Bueno, pues tampoco te pueden ver rondando por los pasillo, porque los de seguridad te pueden ver y te sacan.
- ¿Y entonces?
- Pues tendrías que quedarte en el baño y te buscamos cuando tengamos el pase.
- Ok.
Las siguientes tres horas me las pasé metido en un baño.
Al final, como lo habían dicho, fueron en mi rescate con el anhelado pase, de modo que optimista y emocionado me dirigí a ver y escuchar el concierto, lo que pude hacer prácticamente al lado del escenario. Fue maravilloso para mí y estoy cierto de que para las más de 10,000 personas que esa noche colmaron el recinto.
Terminado el recital, agradecí efusivamente a mis benefactores el invaluable obsequio.
Salí del local y me dirigí a mi automóvil.
En el camino a casa, recordé las veces en que mi abuelo materno nos había contado cómo, allá por 1919, escuchó al gran Enrico Caruso, en el Toreo de La Condesa, cuando vino a México. Me sentí conectado con mi ancestro. Y mientras aún resonaban en mi mente las arias de esa noche, comencé a albergar la esperanza de tener la fortuna de poder contar algún día a mis nietos del día en que su abuelo pudo escuchar al gran Luciano Pavarotti, en el Palacio de los Deportes, cuando vino a México.
Comparto la opinión de quienes afirman que Luciano Pavarotti, ha sido uno de los más grandes tenores y, para mí, el poseedor del más hermoso timbre de voz. Lamenté su reciente fallecimiento.
Tengo la fortuna de haberlo visto y oído cantar en vivo. Lo curioso del caso es que, además, no pagué por ello. No, no soy crítico de música, ni periodista, ni influyente. En ese entonces ejercía como Diseñador Gráfico.
Las cosas fueron así:
Corría el mes de noviembre de 1990.
Tenía unos clientes quienes trabajaban en el backstage para algunos espectáculos. Se comunicaron conmigo para ver si podía ayudarles con la señalización de los camerinos para el concierto de Luciano Pavarotti en el Palacio de los Deportes, esa curiosa concha metálica que hace de receptáculo de los mas variopintos eventos en esta sorprendente Ciudad de México- Tenochtitlan . Acepté de inmediato.
Llegado el día de la entrega del trabajo, acudí a colocar los letreros. Conforme me introducía a la zona de camerinos, se escuchaba cada vez con mayor intensidad la orquesta y la inconfundible voz del tenor. Estaban realizando el último ensayo para la función de esa noche. De modo que dispuse los señalamientos teniendo como música de fondo los acordes orquestales y las vocalizaciones del cantante. Un lujo.
Terminado el trabajo, busqué a mis contratantes para que vieran cómo había quedado. Revisaron lo hecho y se dijeron conformes. Uno de ellos me dijo:
- ¿Quieres ver cómo quedó el escenario?
- Si, seguro.
- Pues vamos, Pavarotti ya terminó el ensayo.
Nos dirigimos hacia el lugar.
Al ir caminando por el pasillo, vimos un carrito eléctrico (de los que se usan en los campos de golf), tripulado por el mismísimo Luciano.
El tenor traía la boca tapada con uno de sus infaltables pañuelos blancos ya a unos cuantos metros de donde nos hallábamos, un grupo de trabajadores salió al pasillo distraídamente frente a él, sin advertir la proximidad del vehículo. Pavarotti oprimió el claxon, pero éste no funcionaba, de modo que, muy sonriente, comenzó a imitar en sonido de la bocina: ¡bip, bip!, ¡bip, bip! Los trabajadores se apartaron y todos reímos.
Pude verlo a escaso metro y medio de distancia.
El carrito le servía para transportarse del escenario al camerino y viceversa, con la finalidad de evitarle fatigas. Era un hombre alto y de una corpulencia monumental. Su caja torácica era de las dimensiones de un ropero. En serio.
- Es muy buena onda, -me dijo uno de mis clientes-. Había pedido agua mineral francesa en el camerino, pero ante las dificultades para encontrarla y garantizar que hubiera suficiente, le ofrecimos Tehuacan. La probó, dijo ¡buena! Y tan contento. Nada de poses. Eso sí, anoche cenó una montaña de comida. ¡Qué manera de comer!.
Vimos el escenario, que como curiosidad disponía de un pequeño baño, para evitarle al maestro el largo viaje hasta el camerino en caso de una urgencia.
Ya de regreso, me preguntaron:
- Oye, a ti te gusta mucho la onda esta de la ópera, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Te quieres quedar al concierto?
- ¡Hombre, si se puede, yo encantado!
- Bueno, déjame ver. Te veo ahorita junto a los camerinos.
Les esperé unos minutos y al volver me dijeron:
- Pues si se puede, pero va a ser un poco incómodo.
- Me aguanto.
- Podemos conseguirte un pase “All access”, pero hay que esperar unas horas y ya no puedes salir de aquí, desde ahora.
- No importa.
- Bueno, pues tampoco te pueden ver rondando por los pasillo, porque los de seguridad te pueden ver y te sacan.
- ¿Y entonces?
- Pues tendrías que quedarte en el baño y te buscamos cuando tengamos el pase.
- Ok.
Las siguientes tres horas me las pasé metido en un baño.
Al final, como lo habían dicho, fueron en mi rescate con el anhelado pase, de modo que optimista y emocionado me dirigí a ver y escuchar el concierto, lo que pude hacer prácticamente al lado del escenario. Fue maravilloso para mí y estoy cierto de que para las más de 10,000 personas que esa noche colmaron el recinto.
Terminado el recital, agradecí efusivamente a mis benefactores el invaluable obsequio.
Salí del local y me dirigí a mi automóvil.
En el camino a casa, recordé las veces en que mi abuelo materno nos había contado cómo, allá por 1919, escuchó al gran Enrico Caruso, en el Toreo de La Condesa, cuando vino a México. Me sentí conectado con mi ancestro. Y mientras aún resonaban en mi mente las arias de esa noche, comencé a albergar la esperanza de tener la fortuna de poder contar algún día a mis nietos del día en que su abuelo pudo escuchar al gran Luciano Pavarotti, en el Palacio de los Deportes, cuando vino a México.
miércoles, 10 de octubre de 2007
La lentitud
Milan Kundera es un escritor excepcional.
Releo La lentitud con renovado deleite. Y muy pronto vuelve a atraparme su hábil pluma, su extraordinaria facilidad para incorporar profundos pensamientos dentro un texto de forma fácil, sutil, magistral.
No creo que exista en Kundera la intención de maravillar –su espíritu parece demasiado fino para ello-, sino que casi como de forma casual deja aquí y allá profundas frases.
En tiempos donde la conversación sufre ante el embate del pertinaz ruido, nos recuerda, nos enseña, en dónde reside su arte.
Tomando como pretexto la novela Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, Kundera rememora el pasaje en que Madame T. pasea por los jardines del castillo en compañía de un caballero al que habrá de seducir. Llegado el momento, el caballero pide a Madame un beso, a lo que ella accede, pero de este peculiar modo: “Si, me gustaría: usted se sentiría demasiado halagado si se lo negara. Su amor propio le haría creer que le temo.”
Esto sirve de ocasión para dejar caer algunas reflexiones que vienen a cuento respecto al arte de la conversación. Dice Kundera:
“Cuando, mediante un juego del intelecto, ella convierte un beso en un acto de resistencia, nadie se lleva a engaño, ni siquiera el caballero, quien, no obstante, debe tomar sus comentarios con total seriedad, ya que forman parte de una iniciativa del espíritu ante la que debe reaccionarse con otra iniciativa del espíritu.”
Así, los personajes versan juntos sobre el tema, llevan sus mentes y espíritus en la dirección que el tema dicta, van buscando ángulos y ocasiones para arrojar luces de mayor o menor intensidad. Crean matices, conversan. Continúa Kundera:
“La conversación no está para llenar el tiempo, sino que, al contrario, es ella la que organiza el tiempo, la que lo gobierna e impone las leyes que hay que respetar.”
Qué espléndida idea. Conversar es regir el tiempo mediante un juego compartido del intelecto y el espíritu. No un entretenimiento, sino una forma de ordenar, dar contenido y sentido al transcurrir de la propia vida, en compañía de otro. Así sea por un momento.
Lo demás son pláticas de pasillo y chácharas.
Releo La lentitud con renovado deleite. Y muy pronto vuelve a atraparme su hábil pluma, su extraordinaria facilidad para incorporar profundos pensamientos dentro un texto de forma fácil, sutil, magistral.
No creo que exista en Kundera la intención de maravillar –su espíritu parece demasiado fino para ello-, sino que casi como de forma casual deja aquí y allá profundas frases.
En tiempos donde la conversación sufre ante el embate del pertinaz ruido, nos recuerda, nos enseña, en dónde reside su arte.
Tomando como pretexto la novela Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, Kundera rememora el pasaje en que Madame T. pasea por los jardines del castillo en compañía de un caballero al que habrá de seducir. Llegado el momento, el caballero pide a Madame un beso, a lo que ella accede, pero de este peculiar modo: “Si, me gustaría: usted se sentiría demasiado halagado si se lo negara. Su amor propio le haría creer que le temo.”
Esto sirve de ocasión para dejar caer algunas reflexiones que vienen a cuento respecto al arte de la conversación. Dice Kundera:
“Cuando, mediante un juego del intelecto, ella convierte un beso en un acto de resistencia, nadie se lleva a engaño, ni siquiera el caballero, quien, no obstante, debe tomar sus comentarios con total seriedad, ya que forman parte de una iniciativa del espíritu ante la que debe reaccionarse con otra iniciativa del espíritu.”
Así, los personajes versan juntos sobre el tema, llevan sus mentes y espíritus en la dirección que el tema dicta, van buscando ángulos y ocasiones para arrojar luces de mayor o menor intensidad. Crean matices, conversan. Continúa Kundera:
“La conversación no está para llenar el tiempo, sino que, al contrario, es ella la que organiza el tiempo, la que lo gobierna e impone las leyes que hay que respetar.”
Qué espléndida idea. Conversar es regir el tiempo mediante un juego compartido del intelecto y el espíritu. No un entretenimiento, sino una forma de ordenar, dar contenido y sentido al transcurrir de la propia vida, en compañía de otro. Así sea por un momento.
Lo demás son pláticas de pasillo y chácharas.
martes, 9 de octubre de 2007
Presentación libro de Juan de Lobos.
El buen amigo Juan de Lobos nos avisa que el próximo martes 16 de octubre de este 2007, de las 15 a las 16 horas se hará una presentación de la Antología erótica "Toco tu boca" de Amarillo Editores, en la cual participó con unos textos.
La cita es en el Café Literario Nellie Campobello de la Feria del Libro del Zócalo. Dicho Café será instalado en uno de los extremos de la plancha de la Plaza de la Constitución.
Vale la pena conocer esta obra.
La cita es en el Café Literario Nellie Campobello de la Feria del Libro del Zócalo. Dicho Café será instalado en uno de los extremos de la plancha de la Plaza de la Constitución.
Vale la pena conocer esta obra.
domingo, 7 de octubre de 2007
Escribir
Topo con la palabra que da pie a esta página: “escribir”.
Me remito a la definición de la misma que da Sebastián de Covarrubias Orozco en su célebre “Tesoro de la Lengua Castellana o Española” (Madrid, 1611). Dice Don Sebastián:
ESCRIBIR. Escriuir. Antiquísima invención debió ser al de las letras, y no hay duda sino que nuestro primer padre las enseñara a sus hijos, sin embargo de que se atribuyan a los de Fenicia, y a otros. Escribir es formar letras en alguna materia, y con diferentes instrumentos. Escríbese en las piedras con el cincel o otro estilo, y en los metales. Job, c.19 [omito la trascripción en latín de la cita bíblica]. Escribíase en los ladrillos o tierra cocida, como se cuenta de las dos columnas que dejaron los hijos de Noé escritas, una de metal y otra de tierra cocida. Escribíase en las cortezas de los árboles, en las hojas de las palmas, en la tela del árbol dicho papiro de donde se conmutó al que agora usamos. Escribíase en lienzo bruñido, en pieles de animales, que llamamos pergaminos, y en otras materias diferentes que sería impertinencia el detenernos a referirlas.
¡No me digan que no es genial! Tan lejos de las estandarizadas ‘dícese de’, ‘aplícase a’ y demás académicas fórmulas. Y no se crea que aquí para el autor de dar explicaciones acerca de la palabra. Nada de eso. Aún se explaya en varios otros tópicos, pero interrumpo la copia, por hora. No quisiera abusar de su pluma ni hastiar con su lenguaje, habrá oportunidad de regresar al punto donde se deja hoy.
Baste para señalar que creí oportuno abrir este espacio, tras los saludos, refiriéndome a la acción que le nutre, desde la primera definición que se hizo de ella en un dicionario de nuestro idioma.
Me remito a la definición de la misma que da Sebastián de Covarrubias Orozco en su célebre “Tesoro de la Lengua Castellana o Española” (Madrid, 1611). Dice Don Sebastián:
ESCRIBIR. Escriuir. Antiquísima invención debió ser al de las letras, y no hay duda sino que nuestro primer padre las enseñara a sus hijos, sin embargo de que se atribuyan a los de Fenicia, y a otros. Escribir es formar letras en alguna materia, y con diferentes instrumentos. Escríbese en las piedras con el cincel o otro estilo, y en los metales. Job, c.19 [omito la trascripción en latín de la cita bíblica]. Escribíase en los ladrillos o tierra cocida, como se cuenta de las dos columnas que dejaron los hijos de Noé escritas, una de metal y otra de tierra cocida. Escribíase en las cortezas de los árboles, en las hojas de las palmas, en la tela del árbol dicho papiro de donde se conmutó al que agora usamos. Escribíase en lienzo bruñido, en pieles de animales, que llamamos pergaminos, y en otras materias diferentes que sería impertinencia el detenernos a referirlas.
¡No me digan que no es genial! Tan lejos de las estandarizadas ‘dícese de’, ‘aplícase a’ y demás académicas fórmulas. Y no se crea que aquí para el autor de dar explicaciones acerca de la palabra. Nada de eso. Aún se explaya en varios otros tópicos, pero interrumpo la copia, por hora. No quisiera abusar de su pluma ni hastiar con su lenguaje, habrá oportunidad de regresar al punto donde se deja hoy.
Baste para señalar que creí oportuno abrir este espacio, tras los saludos, refiriéndome a la acción que le nutre, desde la primera definición que se hizo de ella en un dicionario de nuestro idioma.
martes, 2 de octubre de 2007
Saludos
A todo aquel que ose leer este espacio: gracias.
No tengo especiales aspiraciones o expectativas al respecto. Llámese terapia, curiosidad, ganas de escribir o como se quiera.
Al modo de los diarios que antaño referían aconteceres, creo que este espacio virtual y en nuestra vida ahora real, tiene el fascinante poder de revelar facetas insospechadas.
Salud a tod@s.
PS: Por supuesto, dos de octubre, no se olvida.
No tengo especiales aspiraciones o expectativas al respecto. Llámese terapia, curiosidad, ganas de escribir o como se quiera.
Al modo de los diarios que antaño referían aconteceres, creo que este espacio virtual y en nuestra vida ahora real, tiene el fascinante poder de revelar facetas insospechadas.
Salud a tod@s.
PS: Por supuesto, dos de octubre, no se olvida.
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